miércoles, 18 de noviembre de 2009

EL ESPÍRITU DE WENDY


Hace doce años un tipo al que conozco, quizá demasiado, tomó la decisión de irse de casa. Acababa de estrenar trabajo y no dudó un instante en buscar un piso con una gran terraza soleada. Un sábado me llamó para que le acompañara a un sitio. Coge las llaves del coche, remarcó. Adónde vamos, le pregunté ya sentada frente al volante. A buscar un perro. Fruncí los labios y callé. Conduje hasta la protectora en la que durante un tiempo había sido voluntaria. Cuando llegamos, Gabriella, una apasionada italiana que luchaba contra el mundo, nos dijo que fuéramos mirando perros mientras ella se ocupaba de atender a los otros canes. La protectora estaba abarrotada y todos los perros nos saludaban moviendo la cola, mostrándose alegres por si nos decidíamos por uno de ellos. En una jaula, sobre una de las casetas estaba ella. Porque era “ella”. Nos miraba expectante y moviendo su cola. Si bajas, vendrás con nosotros. Pareció entender la consigna, y acto seguido saltó de la cubierta de la caseta y le pusimos un collar y un nuevo nombre, Wendy. Firmamos los papeles de la adopción, entregamos un donativo y subimos a la perrita en la parte posterior de mi auto. Acomodó su trasero en la sillita de bebé que yo llevaba para Javito, para horror mío. La perra traía consigo compañía: unas doscientas pulgas saltarinas a las que liquidé sin piedad horas después en la bañera del ático.

Puedo decir, sin equivocarme, que ha sido una relación estable. Doce años de convivencia idílica hasta hace dos días. Ella, en contra de lo que dicen de los perros, decidió abandonar al tipo que la adoptó. Antes de irse, le pregunté si no quería conocer a la niña que verá la luz seguramente el día de Reyes. ¿Es que no quieres conocerla? Pero no obtuve respuesta. Simplemente bajó la cabeza y la apoyó en su almohada.

Ayer salí a la terraza. Solté el agua, hice llover sobre las plantas, arranqué las hojas muertas de los pensamientos, observé durante un minuto los bulbos que planté, para ver si se decidían a mostrar su tallo verde, tendí la ropa al sol y me fumé un cigarrillo mientras fisgoneaba la terraza de Toni, mi vecino soltero. Controlo cuando hace su colada, y cuento uno a uno sus calzoncillos, para ver si se cambia de ropa interior cada día. Como normalmente tiende su ropa una vez por semana, deberían de haber siete calzoncillos. Si hay tres o cuatro, me oigo decir: vamos por mal camino, Toni. Hay que cambiarse cada día la muda. Estiré el cuello para ver el estado de sus plantas. Dan pena y esto no le honora porque es biólogo, y se supone que su terraza debería de ser un vergel y la envidia de su vecina la espía. Del enorme contenedor de madera sobresalen ahora hierbas secas que ni siquiera se molesta en arrancar. Los tiestos de barro estan apilados y vacíos. El banco y la mesa de madera necesitan un lijado a fondo y unas capas de aceite para que resplandezcan de nuevo, a la espera de una cena romántica que hace tiempo que no sucede.

A favor de mi descuidado vecino, diré que la culpa de que la terraza de Toni se encuentre en tan deplorable estado la tuvo la perra. Cuando se quedaba sola y aburrida, saltaba el separador que divide nuestras terrazas, y se dedicaba a vaciar el contenedor de madera y esparcía toda la tierra por el piso de la terraza. Si yo me daba cuenta, saltaba con la ayuda de un taburete la separación, con la escoba en una mano y un recogedor en la otra y borraba las huellas del delito. Pero a veces no llegaba a tiempo, y cuando Toni regresaba a casa, él solito se comía el marrón. Siempre calló y nunca hubo una sola queja por las travesuras de Wendy. Un día nos contó cómo al volver del trabajo se encontró a la perra durmiendo a pierna suelta en medio de su cama, y hasta eso le perdonó. Y sé que a menudo conversaban mientras él le rascaba la cabeza. Él hablaba y ella escuchaba, compartiendo su soledad.

Hoy he comprado una planta en un garden center al que suelo ir cuando busco la paz entre la belleza de las flores. Le he pedido al encargado que sea un arbusto que resista al viento, aguante las heladas, que sobreviva a la humedad y al ataque de los pulgones. He buscado la perfección para regalárselo a Toni, para que nos perdone estos años de ausencia de plantas en su terraza. Se lo he dejado sobre la vieja mesa de madera junto a una nota. En ese papel he escrito: Wendy ya no vaciará más tus tiestos de barro, hace dos días nos dejó. Que esta planta te la recuerde con una sonrisa.

Como hasta en las situaciones más dramáticas hago una broma, he querido añadir: y cámbiate todos los días los calzoncillos. Pero me he reprimido, pues he notado cómo las lágrimas se deslizaban por mis mejillas y he corrido a esconderme, por si me pillaba.
 
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